lunes, 16 de mayo de 2016

Cuando vuelvo de Granada.

Cuando vuelvo de Granada,
traigo en mi maleta la luz recóndita
de sus calles,
la tranquila forma de caminar
de los viandantes,
la despreocupada
bondad
de sus niños.


En las plazas antíguas,
se confirma
que en los quioscos de flores,
los hombres y las mujeres continúan
comprando rosas rojas,
de oloroso perfume,
y los viajeros acarrean equipajes
con los que entran
por la puerta del hotel.


En esta ciudad-escaparate-monumento,
todos tienen prisa
por tomar fotografías,
dedicarle unos instantes
al rumor del agua en las fuentes,
a la lógica
olvidada de los naranjos en flor,
al jazmín que yace
níveo
en el muro.


Cuando vuelvo de Granada,
por la ventana del autobús,
me intereso por su geografía
cercana.
La conocida y la ignorada.
Cuál era el nombre de aquel monte.
¿Acaso ese río
se llamaba...?
Y tras la árida meseta,
llego a la gran metrópoli,
que me da su escaso recibimiento,
ese parco saludo
y el billete a tomar el tren de la soledad
acostumbrada.


Sabrás de mí por estos versos
que traen la construcción
de una alegría
que puede ser efímera como los castillos de arena
en la orilla del mar,
que puede ser continuada
como una obra que no ha de acabar.


Cuando vuelvo de Granada,
necesito un lápiz, una hoja de papel,
un libro
y no muchos motivos para pensar en ti,
porque vienes a mi mente
como el viento cálido de Mayo.




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