Se abre una ventana sobre una niña.
Ya me hice cargo y no hay nada que demostrar.
Comprendí la trama que surge, el laberinto que construye el sentimiento.
Pero nadie disputa el cariño, nadie lucha por mantener
su cuota.
Nadie ocupa el lugar que otro deja
en los ratos de ausencia.
En su alegría, en su melancolía, en su tristeza, en todos sus estados de ánimo,
brilla su estrella.
Con su pelo castaño, sus ojos azules como ríos del Norte,
su bondad, su espontaneidad y su inocencia,
¿quién no podría quererla?
¿Quién en su sano juicio no puede conmoverse
ante la luz que irradia de su mirada?
¿Qué mente perversa malinterpreta el amor
hacia ella,
que es limpio y sin duda,
que es entregado?
¿Darle afecto como un posible vehículo
hasta conseguir otra clase de favor
de parte de su madre?
No creo.
Porque en ese aspecto
son dos amores distintos con
casuísticas diferentes.
Uno es el amor hacia una niña,
que la considero como si fuese una hija.
Otro es el amor a una mujer,
por la que combato
desde las trincheras
en las que se refugia un ejército
insurgente.
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